MI MADRE NO SABE A QUÉ ME DEDICO

La mayoría de las veces que he reflexionado o discutido con algún colega sobre nuestra profesión, sobre nuestra tarea en el mercado o —llegando a la exaltación en nuestra charla— nuestra función en la sociedad, me ha asaltado la idea de que mi madre no sabe a qué me dedico.

Lo más grave es que después de 14 años de profesión, me he dado cuenta de que la mayor parte de los clientes y usuarios del diseño, tampoco saben a qué nos dedicamos. Entonces, ¿Por qué nos contratan? Porque tienen una idea remota y superficial de nuestra función. Para ellos somos la guinda del pastel (recurriendo a una metáfora de Manuel Estrada o Enric Satué… que me perdonen por la mala atribución). En tiempos de crisis, se prescinde de la guinda.

Este artículo no trata sobre mi madre. Trata sobre la cultura del diseño. Porque al final da igual si nosotros, los diseñadores, sabemos perfectamente en qué consiste el diseño y su utilidad. Lo importante a largo plazo es que lo sepa todo el mundo, la sociedad en general y los potenciales clientes en particular. De otra manera, muchos de nosotros tendremos que dedicarnos a otra cosa más fácil de explicar porque esté relacionada con las necesidades básicas y materiales del ser humano: criar cabras, hacer pan, desatascar tuberías… Todas ellas actividades respetables, pero que no representan la sociedad industrial y desarrollada, socialmente avanzada , en la que se supone que vivimos.

Durante los Noventa, contemplamos un «boom» del diseño, favorecido por el crecimiento económico, que resultó ser postizo. Una careta. Hoy descubrimos que aquellos años de inversión por parte de pequeños y medianos negocios en Branding (para sí y para sus productos), diseño industrial, interiorismo… no representaron una verdadera interiorización de los valores estratégicos del diseño. Tan solo un traje nuevo para sus florecientes negocios. Percibo que aquellos años no han dejado ningún poso en el imaginario colectivo. No crearon cultura del diseño.

Debo admitir que las grandes empresas, aquellas que sí tienen una estrategia a medio y largo plazo para crecer (no solo mantenerse), sí tienen una idea certera del potencial del diseño. Saben que el diseño es eficiencia y no solo apariencia. Saben que el diseño les brinda la ventaja competitiva en un mercado saturado y globalizado. Saben que el diseño es valor añadido, lo que distingue a un sistema productivo de subsistencia de otro que genera crecimiento y desarrollo a todos los niveles, económico y social.

Últimamente se habla mucho, aunque es tema recurrente, de intrusismo profesional, de competencia desleal, etc. El campo del diseño es especialmente sensible a estos problemas, dado que nuestra actividad está íntimamente ligada a la producción conceptual, a la generación de recetas y diagnósticos sobre problemas dados: función, comunicación, interacción con el medio. etc. Trabajamos con la cabeza, antes que con el ordenador. Eso hace que cualquier charlatán con un discurso altisonante y suficiente parafernalia de puesta en escena, pueda hacerse pasar por diseñador y colocar una propuesta mediocre… a un cliente que carece de cultura del diseño, un cliente que entiende el diseño como ostentación y envoltorio. Y en ese sentido, hasta puede que le funcione. Pero no deja de ser una visión miope y cortoplacista del futuro de su negocio.

A mi madre, que no entiende a qué me dedico, le explico al menos a qué no me dedico. Por tranquilizarla. Siempre tengo que acudir a ejemplos que ella pueda tocar con las manos, que pesan y ocupan espacio. «No mamá, no soy artista»… «No mamá, no trafico con nada». Yo he renunciado a que mi madre entienda lo que es el diseño. Ahí está el problema.

Para mí todo esto está relacionado: intrusismo profesional, mediocridad del cliente y del encargo, mediocridad del resultado y baja remuneración. Todo tiene su origen en: A) La falta de cultura del diseño. B) La idiosincrasia española.

A) La falta de cultura del diseño en España es transversal, afecta tanto a las instituciones que nos gobiernan, como a buena parte de los clientes, a los usuarios o a mi madre. Ignorancia institucional. Ignorancia doméstica. Las instituciones tienen una ligera idea de la utilidad del diseño (se sirven de él en campañas de divulgación y autobombo de sí mismas) pero les falta amplitud de miras. Las mismas instituciones que han financiado tímidas iniciativas a su idea «cool» del I+D, «algo en lo que se invierte cuando te sobra la pasta». Es lo primero que han recortado cuando ha llegado la crisis. Que inventen otros. La innovación, la cultura del proyecto, no está en nuestro ADN. No vendría nada mal alguna campaña institucional que divulgue el valor del diseño, del tipo «ahorre agua», «deje el tabaco» o «conduzca con prudencia», de esas que se sostienen durante años y terminan calando en la opinión pública. Pero a falta de tales campañas, somos los profesionales los que tenemos que ejercer la labor de pedagogía, incansable. Tanto con los clientes como con mi madre. La respuesta es PEDAGOGÍA.

B) Por otro lado, el intrusismo no es exclusivo del diseño. Existe en muchas otras profesiones. Lo que me lleva a pensar que, además de una falta de cultura del diseño, asistimos en España a una falta de cultura general del trabajo bien hecho, de civismo, unas expectativas muy bajas sobre lo que somos capaces de crear y aceptar. Quizá no seamos muy exigentes con nosotros mismos. No se me ofenda nadie. Atribuyan mis reflexiones a un momento de baja autoestima productiva. Una epidemia.

No me gusta quejarme sin sugerir soluciones, por lo tanto, animo a los profesionales del diseño a que sean exigentes con su trabajo y sus clientes, y sobre todo que hagan mucha pedagogía. Y en el terreno de la idiosincrasia «hispánica» de la trampa y el atajo… recordar que la virtud empieza por uno mismo.

Te quiero mamá… y soy diseñador.

José Joaquin Domínguez. Diseñador.